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05 de Marzo de 2009
Un leproso voluntario

Después del revuelo que causó, hace unos meses, la placa en honor a la Madre Maravillas, resulta aún más llamativo que, en diciembre de 2005, en la Bélgica laica, los belgas eligieran al padre Damián de Molokai como «el belga más grande de todos los tiempos». Los méritos de este sacerdote, misionero en una remota isla de Hawai, fueron, ni más ni menos, que entregarse por completo al cuidado de los más excluidos de su tiempo: los leprosos.
Jozef Van Veuster nació en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840, y a los 20 años decidió ingresar en la Orden religiosa de los Sagrados Corazones. El ejemplo de san Francisco Javier despertó en Damián (nombre que había elegido para sí tras su entrada en la Orden) el espíritu misionero. Providencialmente, la enfermedad de otro religioso hizo que recayese sobre él un lejano destino para la misión: Hawai. Y hacia aquella isla zarpó en 1863. Poco después de llegar, fue ordenado sacerdote, y ya como presbítero conoció de primera mano la realidad de la lepra. Esta incurable enfermedad amenazaba con convertirse en epidemia, y por eso los leprosos eran desterrados a la pequeña isla de Molokai, en la que reinaba la anarquía.
La ley establecía que quien arribase a aquel rincón de dolor y podredumbre ya no podría salir, para no propagar la enfermedad. De ahí que el obispo de Hawai, aunque preocupado por las almas de los enfermos, no se decidiera a mandar a ningún sacerdote. Sin embargo, al conocer la situación de Molokai, Damián solicitó al prelado ser enviado entre aquellos enfermos. «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo», dijo a su obispo. Unos días más tarde ya estaba en Molokai.
El panorama que encontró fue desolador. La falta de medios había hecho del lugar una antesala del infierno: no había leyes, ni escuelas, ni hospitales; los enfermos agonizaban en cuevas oscuras e insalubres, o pasaban el tiempo entre cultivos, alcohol y peleas. La llegada del padre Damián fue un punto de inflexión. Construyó una capilla, una escuela, un hospital y varias granjas (los leprosos, con sus miembros casi pútridos, apenas podían levantar una vivienda por sí mismos). Además, estableció normas de higiene y emprendió una campaña internacional para recabar fondos, que comenzaron a llegar de todo el mundo. Pero lo que más le importaba era el alma de sus leprosos. Catequizaba puerta por puerta, los bautizaba, comía con ellos, fumaba en sus pipas, limpiaba sus pústulas y les saludaba dándoles la mano, para que no se sintiesen despreciados. Un día, metió accidentalmente el pie en un caldero de agua hirviendo, y no sintió dolor. Entonces lo comprendió: él también se había contagiado. «Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo, pero me alegra pensar que cada día que esté más enfermo, estaré más cerca de Ti», dejó escrito.
Junto a las ayudas internacionales, llegó un grupo de franciscanas, con las que empezó a compartir la misión pastoral. En vísperas de su muerte, con los miembros impedidos, escribió a su hermano: «Continúo siendo el único sacerdote en Molokai. Por tener tanto que hacer, el tiempo se me hace muy corto; pero la alegría del corazón que me prodigan los Sagrados Corazones hacen que me crea el misionero más feliz del mundo. El sacrificio de mi salud, que Dios ha querido aceptar para que fructifique un poco mi ministerio entre los leprosos, lo encuentro un bien ligero e incluso agradable». En 1889, el padre Damián, el leproso voluntario, cerró sus ojos, ya ciegos, por última vez. El mismo Gandhi dijo: «El mundo politizado y amarillista puede tener muy pocos héroes que se comparen con el padre Damián de Molokai. Es importante que se investigue por las fuentes de tal heroísmo». Ahora, el Patrono de los leprosos, los enfermos de sida y los enfermos incurables, subirá a los altares, después de que, en 2004, la ciencia declarase inexplicable la curación de un enfermo de cáncer terminal, que le había pedido su curación.


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